LO QUE HICE HASTA HOY

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- Abrí, lancé, esperé, sentí, morí, volví a nacer, me alimenté, vomité, limpié, me puse de pie, caí, aspiré, inspiré, exhale, parpadeé, levanté, grabé unos cidis y dividis, salté, huí, abracé, enfrenté, corrí, fumé, imprimí, borré, escuché, golpié, me pegaron, compuse canciones, las quemé, tuve sexo, hice el amor, forniqué, lloré, me abrí nuevamente las llagas, tomé café y té, traspasé, moví los pies, subí, bajé, devolví sonrisas, enumeré estrellas, dibujé, pensé en ti, callé, cepillé un perro, jugué, fui al baño, tuve peces, amé, consumí drogas, maneje autos, motos, bicicletas, triciclos, tractores, tomé vino con jugo, compré, vendí, me permuté por tus besos, regué plantas, escribí un libro, quise un hijo, fotografíe, mordí, miré al mundo con ojos asustados, pregunté la hora, viajé, me quedé, cargué, estuve sentado, hice esto un lunes por la tarde y viví, ante todo, viví.
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Como ser punk rural y no morir en el intento

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En el pueblo decían que yo estaba loco.
Un día, en el colegio, nos mostraron un video de los Sex Pistols y yo rayé con esa onda.
Usaba bototos que le robé a un milico borracho y una camisa que hice destruyendo un chal de mi abuelita.
Le rayaba una "A" bien grande a las vacas y pintaba "No hay futuro" afuera de los potreros.
Soñaba con Santiago.
Ahora, en la ciudad, descubro que hay algo peor que ser un punk rural, ser un huaso no asumido en la "capitale"...



Definitivamente hay cosas peores que ser un punk rural, ser un morenito chico de mechitas parás y que te llamen para un trabajo de promotor-modelo en algún Mall, ser diabético y vivir al lado de un Dunkin Donuts, que te guste el folk y que tus vecinos sean cumbiancheros villeros, tener una gran novia ninfómana, plata, amigos carreteros y que te toque el servicio militar en la Antártica.

Sí, definitivamente hay cosas mucho peores que ser un punky de pueblo, de una ciudad perdida en cualquier región que no sea la Metropolitana, hay cosas peores, pero hoy hablaremos de cómo fue, es y será ser un punk en algún rincón olvidado de la mano de dios y de los antros de tokatas.

Partiré desde atrás, Chile se abría a una naciente Democracia y yo me abría a unos ocho años plagados de carteles con arcoiris y fotos de un Pato Donald con banda presidencial. OK, muchos de ustedes vivieron esto peluditos y con algunas pajas en el cuerpo, pero el haber crecido escuchando que la alegría ya venía, me hizo este güeón expectante por ese algo que aún no termina nunca de llegar. Crecí junto a un país que iba transformándose junto conmigo. No pertenezco a esa generación que se acuerda de las colas para comprar pan y aceite, entiendo a medias los chistes del Coco Legrand y me río sólo porque es demasiado gracioso cómo me informa de las cosas que pasaban antes de que mi mamá decidiera darle la pasá a mi papá. Soy parte de esa generación criada a medias, donde nuestra visión del entorno estuvo influenciada por la experiencia que vivieron nuestros viejos y los amigos más grandotes. Chile se iba convirtiendo de a poco de un niño asustado por un papá castigador, que si no le gustaban los amigos con los que te juntabas los hacía desaparecer, a un adolescente que empezaba a definir sus gustos de cómo debería verse y qué cresta empezaba a escuchar. Y yo por otro lado, empezaba a pasar por similares cuestionamientos.

Mi mamá casi fue causante de que mis gustos musicales se remitieran a Pablito Ruiz y al Zalo Reyes, pero gracias a unos mochileros que llegaron de improviso a mi pueblo pude escuchar ese algo que conocía sólo de nombre. Entre los amigos del colegio se hablaba que habían grupos que se vestían de negro y que comían murciélagos vivos en los conciertos, para nosotros, que nuestro horizonte terminaba a 10 cuadras pasadas la plaza de armas del pueblo, entender que había algo más agazapado entre las sombras era algo nuevo y a la vez fascinante.

"Number of the Beast" fue la primera canción que escuché en mi vida sin contar los cassetes de Pablito Ruiz y de Zalo Reyes que habían en mi casa, por la radio sólo sonaban las rancheras de Los Mañaneros de México y los avisos para las localidades más alejadas. Los riffs de Iron Maiden con Dickinson repitiendo "Six, six, six, The number of the beast" fueron lo necesario para pegarme el charchazo y abrir los ojos a que la vida era más que canciones cebolleras y corridos mexicanos.

Ser punk, metalero, thrash, hiphopero o artesa no es fácil en ningún lado, así que menos iba a serlo en donde el diablo perdió el poncho. Con los años las brechas se fueron acercando pero nunca dejaron de ser brechas, mientras Santiago ebullía en un montón de bandas nuevas con ganas de decir cosas y gente entusiasmada en escuchar las buenas nuevas, en regiones nos grabábamos los mismos grupos en cintas de cromo carísimas que siempre terminaban con ese sonido a grabadora vieja. Con los años el grupo se fue ampliando, los pelos largos, los morrales y los pantalones anchos aumentaban cada vez más, las plazas pasaban a ser los improvisados escenarios, los lugares de encuentro, de reconocimiento. A diferencia de la capital, acá no existían diferencias por los estilos musicales, si te motivaba Cypress Hill o Los Fiskales en realidad daba lo mismo, seguíamos siendo nosotros, los mismos que compartimos sala en la básica del colegio numerado y jugábamos al pillarse en algún potrero, éramos los mismos que ahora se reunían en torno a una garrafa de vino. Es raro, pero el mismo hecho de excluirnos, de separarnos del resto, de lo "normal", nos iba juntando hacia la esquina más oscura de la plaza.

Llegué a Santiago con 23 años, traía un bolso lleno de sueños y pan amasado que preparó mi abuelita antes de partir. Como una "Carmela" recién llegada me sentía deslumbrado por la sensación de amplitud que se me presentaba delante, quería recorrerlo todo, en ese mismo momento, quería dejar atrás mi pasado campesino y tener sexo duro con la ciudad que estaba de pierna abierta sonriéndome calentona, llevaba sólo unos minutos en la Alameda y ya creía que Santiago siempre estuvo esperándome. Cuan equivocado estaba.

Es cierto, con los años uno se va rodeando de amigos y gente con la que comparte gustos y experiencias similares. Desde que vi por primera vez el terminal de buses Alameda hasta ahora, harta agua ha pasado bajo el puente, me he hecho más duro, he dejado de sorprenderme. Santiago se me achica mientras más conozco de él y el nombre de sus comunas deja de a poco de sonar mágico y distante. He asistido a un montón de tocatas y he pasado tardes enteras en tiendas de discos especializadas. Santiago es cool, no lo niego, pero le falta ese algo, acá las tribus son territoriales, ajenas. La música y el estilo pasan a ser señal de status más que un punto común de encuentro, si eres rapero no pasas a los thrasher, si eres punk no entiendes a los rastas. Acá no se puede mezclar el aceite y el vinagre.

Soy un punk de pueblo y estoy orgulloso de serlo, me formé escuchando la Polla Records en un personal stereo IRT mientras miraba pastar a las vacas, para comprar mi primera polera tuve que viajar cuatro horas a Concepción en una micro pequeña y ruidosa. Tomé vino en una plaza olvidada junto a un grupo de punkys, metaleros y raperos que llamé alguna vez mis amigos y me importó una raja si escuchaban lo mismo que yo o si nos vestíamos parecido. Siempre soñé con Santiago. Ahora, en la capital, descubro que hay muchas cosas peores que ser un punk rural, descubro que soy un huaso que no puede asumir el ser capitalino y descubro que el hecho de serlo me hace ver la vida de una manera totalmente nueva y diferente.


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YO NO NACI PARA TENERTE

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Ni pa quererte



ni para amarte y respetarte



yo no nací para perderte.
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