Mauro.

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Provengo de una familia sin muertos. 

Todas las muertes fueron años antes de que a mi me diera por nacer. Nunca fue una sombra, ni siquiera un atisbo. Quizás por eso siempre pensé en la inmortalidad de todos los que conozco. Que cuando las noticias hablaban de accidentes y decesos, eran a otras familias, a otras personas a quienes le pasaban esas cosas. 


Crecí y de acuerdo a eso intenté hacer mi vida lejos de mis padres. Tuve amigos, compartí casa y experiencias con algunos. Hubo uno en especial que estudió lo mismo que yo y que fue mi compañero de piso durante bastantes años. El día que nos separamos extrañé su clásica melancolía, pero agradecí el espacio que daba el vivir solo, ocupar a mis anchas el baño y el tiempo para hacer lo que quisiera. 



Pasó un tiempo y él arrendó bastante cerca, y aunque nunca perdimos totalmente el contacto, el hecho de estar a unas cuadras de distancia y en uno de esos barrios con muchos bares y picadas favoreció que volviéramos a salir juntos, casi como mosqueteros. A veces lo veía triste, pero nunca más allá que la costumbre. Quedamos en tomar unos tragos y conversar sobre la vida un Viernes.

No llegué.


Llamé al día siguiente para excusarme y me dijo que estaba bien, que no había problema, pero que las cervezas quedaron congeladas en su refrigerador.
Aguanté con humor los reparos y prometí compensar los bebestibles. El lunes, ya con las cervezas de repuesto compradas, lo llamo para saber a qué hora paso por su casa.

No me contesta. 

Pasaron algunos días, un miércoles o un jueves y me habla su hermano y me revienta la cabeza a eso de las 20:30, eso nunca lo voy a olvidar. Jugaba Chile y yo estaba riendo con mi novia de entonces, de esas cosas que solo se ríen en el atontamiento absurdo de enamoramiento, el ese estar en las nubes, riendo y de pronto te disparan cuando contestas la llamada y dices "Aló".

Que no, que mi amigo ya no estaba, que fue con una cuerda y que su novia lo encontró. Que el velorio sería en la playa esa, esa con olor a mar triste y que siempre está como nublada, como gris.

Pensé que era mentira, aún lo pienso. Que era la venganza por sus cervezas congeladas, por no haber estado ese fin de semana, que en realidad estaba escondido. Que le hizo trampa a unos mafiosos, una buena mano en el poker y tuvo que desaparecer. Quizás por eso tuve que mirar el cajón. Para asegurarme que estaba adentro y que no era un engaño. Pensé en que ya no estaría más para comentar los libros, para reírnos por el ego de algunos poetas y amigos, para burlarnos de nosotros mismos. Pienso ahora mismo que ya no está y aunque quiero rebatir y gritar cada una de las razones la pena me mantiene callado, escribiendo. Porque lo hecho de menos, para beber, conversar e intentar en un bar hablar de lo leído y lo que falta por leer, para transformar al final de cuentas a este mundo, apenas, en un lugar un poco más decente.

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1 Coments:

Sandra dijo...

A pesar de lo intenso, terrible y desgarrador, sobre todo porque es auténtico y real, está demasiado bien escrito.
Quizás ese sea el secreto de las buenas columnas: escribir al pan, pan, y al vino, vino, desde uno mismo, desde la guata, desde el espejo de una honestidad brutal, No sé...

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