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Y vivía Nay apaciblemente.
En las mañanas, apenas el
sol despuntaba llenando de luz los montes y bañando el mar con sus rayos, Nay
se levantaba y lo primero que hacía era hervir un poco de agua, y con ella, preparaba la
misma infusión de hierbas que su madre le hacía cuando era sólo un niño pequeño.
Luego ordenaba los
aparejos y las redes que dejaba a punto la noche anterior. Cuando todo se
llenaba de los sonidos del nuevo día, Nay tomaba una liviana merienda y partía
a pescar en su modesta canoa de bambú.
Si la pesca era buena, Nay
separaba un par de peces para improvisar una comida y el resto lo destinaba
para la venta en el mercado del pueblo cercano. Por las tardes, desenredaba las
redes y cortaba trozos de carnada para el día siguiente.
Si la pesca era mala, Nay
sólo se encogía de hombros e intentaba comprender el cambiante humor de los
dioses del mar. Desenredaba y preparaba todo de igual manera para el siguiente
día y por las noches, tomando su infusión de hierbas, Nay dormía pensando en lo
apacible que era su vida.
Y así pasaba Nay sus horas,
entre las redes y sus infusiones de hierbas, entre los buenos y los malos días
de pesca, entre sus recuerdos de niñez y los cambiantes ánimos de los dioses
que un día lo bendecían y al siguiente lo castigaban cortándole las líneas e
impidiendo que los peces terminaran en su vieja canoa.
La única certeza en la
vida de Nay era lo tranquila que era su existencia.
Un día, después de volver
del mercado Nay vio a una pareja de zorros que discutían acaloradamente.
Dejando los bultos en el suelo, se ocultó tras un árbol y se sentó a escuchar
lo que decían:
―El shogun de la aldea es
el hombre más feliz -decía el zorro más joven -sus riquezas se extienden hasta
donde alcanza la vista, tiene esposa y concubinas que esperan complacientes
todos sus caprichos y un ejército leal que daría su vida por él. Si pudiera ser
humano, ciertamente sería un shogun.
―El abad es mucho más
feliz –le replicaba el zorro mayor– entiende los secretos de lo conocido y de
lo desconocido y los dioses le otorgan sus favores. Hay un séquito de monjes
más jóvenes ansiosos de sus enseñanzas, que lo acompañan y sirven. Si existe
alguien que seguramente es feliz, ese es el abad.
Nay escuchaba sus
argumentos y encontraba que ambas creaturas tenían razón: el shogun por un
lado, era un hombre poderoso y muy rico, su vida estaba libre de las miserias
que él debía pasar, el hambre de un día sin pesca y el frío que se colaba por
cada uno de los agujeros de su choza; por otra parte el abad conocía las
estrellas y los dioses eran benevolentes con él. Sabía cuáles eran las fechas
propicias para tirar las redes y anunciaba con anterioridad las llegadas de las
tormentas. El abad nunca tendría que volver a casa sin ningún pez para vender.
Ciertamente, ambos eran
personas muy felices.
Y Nay, saliendo del escondite,
se alejó de los dos zorros y tomó el camino que llevaba a su hogar.
Al día siguiente, Nay se
levantó más tarde de lo habitual. La noche anterior había soñado que él era el
shogun de la aldea y que los hombres seguían sus órdenes sin replicar. Se vio
cómodamente sentado mientras le rendían los más altos honores, disfrutando
además de los más exquisitos manjares. Cuando despertó, se vio en la misma cama
de paja que le servía de lecho desde hacía tantos años y una pena tremenda se
empezó a incubar en su pecho.
Nay empezó a sentir pesar de ser sólo Nay, el
pescador.
Tanta era su pena por ser
sólo un simple pescador, sin más posesiones que una humilde choza, una canoa a
mal traer y sus redes que debía reparar todas las noches, que ese día no fue a
pescar; se quedó en la cama pensando cómo sería su vida si hubiese nacido con
los dones del abad o en una familia noble como el shogun.
El día transitaba
lento y cuando por fin decidió levantarse, la luna ya había salido a llamar a
las estrellas y a guiar a los navegantes. Viendo que ese día ya nada podía
hacer, Nay volvió a su lecho y cerrando los ojos se imaginó siendo un gran
monje a la cabeza de un enorme templo.
Desde entonces, Nay
desarrollaba sus tareas de forma mecánica; se levantaba tarde y refunfuñaba si
la pesca no era tan buena como él esperaba. En las noches se dormía pensando en
que el shogun había cenado faisán y que el abad era atendido por sus jóvenes
aprendices.
La vida de Nay ya no era
una vida apacible.
Una mañana, saliendo de su
casa, vio a una alondra que había hecho su nido en lo alto del umbral de su
puerta. Miró al pájaro con recelo y le dijo:
―Pequeña alondra, ¿por qué
haces tu nido en mi choza? Mejor hacerlo en la casa del shogun, ahí el abrigo
de sus altos muros y sus recovecos te albergarán mejor que mi techo de paja.
―Estoy muy a gusto aquí
–le respondió el pajarillo– ver salir el sol desde el mar me da ánimos para
cantar y para poder volar alegre a buscarle comida a mis polluelos que pronto
nacerán. En la casa del shogun estaré condenada a la sombra de sus muros y
recovecos y mis polluelos se asustarán por el tronar de las botas de sus
soldados y por las trompetas de sus vigías.
Mucho mejor tu paja para sentirme
feliz– le dijo la alondra.
―Tienes razón pequeña
alondra –dijo Nay– aunque grande y majestuosa la casa del shogun es más una
prisión que un hogar, siempre esperando a que otro gran señor de un condado
vecino decida atacarlo. Los aires de guerra no son un buen lugar para criar a
tus polluelos.
Pero… ¿por qué no ir a vivir donde el abad? El templo es grande
y libre, en él se respira paz y tranquilidad, los monjes te tirarán migajas de
pan y tú podrás alegrar sus labores cantando y volando de allí para allá. El
templo sí que es un buen lugar para vivir.
―En eso tienes razón ahora
tú pescador –la alondra bajó y se posó en unas ramas frente a Nay– pero
prefiero estar acá, sola frente a la playa. En el templo siempre estaré bajo la
mirada de los monjes, terminaré dependiendo de ellos para mi comida y mis
polluelos no podrán aprender a valerse por ellos mismos, ya que recibirán
gratuitamente el alimento que deben aprender a conseguir. No podré tener
momentos de soledad, disfrutar de un atardecer sin más compañía que el aire
inflando mis plumas y el sabor del néctar de alguna flor mirando a las
estrellas encenderse. Es cierto que la vida en el templo sería fácil y
sosegada, pero prefiero tu umbral para vivir, si a ti no te molesta.
Entonces Nay, viendo lo
que decía el ave, se dio cuenta de que su vida no era tan mala como había
pensado hasta entonces. Tenía la tranquilidad de sentirse seguro y sin
enemigos; su trabajo le proporcionaba todo lo necesario para vivir, sin tener
que depender de aprendices ni seguidores que hiciesen las labores por él.
Nay entonces le dijo a la
alondra:
―Amiga, me has enseñado lo
hermosa que es mi vida: simple y sin grandes problemas. No tengo que guiar
ejércitos ni enseñar doctrinas. Sólo debo sentirme bien con lo que tengo y
agradecer el poder estar aquí, disfrutando de todo lo bello que antes nunca
pude ver. No sólo quiero que hagas tu nido en mi choza, pequeña alondra, sino
que quiero que me acompañes y disfrutemos juntos de todo esto que se nos ha
regalado.
Y así, Nay y la alondra se
hicieron amigos. En las mañanas el pajarito trinaba con emoción para despertar
a su amigo, y Nay le llevaba de regalo bayas y otras cosas que encontraba en el
camino. En las tardes, juntos veían cómo se ocultaba el sol y poniendo un
pocillo en el suelo, Nay compartía con ella esa infusión de hierbas que tanto
le recordaba los cantos de su madre.
Y mientras pasaban los
días y los polluelos de la alondra empezaban a dar sus primeros vuelos, Nay y la alondra se sentían felices.
Porque, si hay algo de lo
que podemos estar seguros, es que Nay, la alondra y sus pequeños vivían
apaciblemente.
FIN.